2014/
Marzo/ EconoticiaS/ Edición 94/ Cultura/ Por: Daniel Potes Vargas/
Un
trabajo pictórico de Marco Palmezzano, intervenido digitalmente, anuncia que el
texto será algo muy iconoclasta, muy poco respetuoso de la ortodoxia.
En
lo que podemos llamar ingeniería narrativa, hay concomitancias con las ciencias
formales. Hay series convergentes y series divergentes. En esta novela hay de
unas y otras. Desde la perspectiva de los planos lineales, transversos y
perpendiculares, hay varias líneas de desarrollo ficcional. El numeral primero
habla del más feo y flacuchento chupapitos que ha pasado por la alucinante
tierra de Tuluá.
Martín
Ramírez nació para ser un ternero colectivo y privado. Desde sus años más
tempranos mostró una proclividad severa hacia la felación de sus compañeros de
clase y sus succiones fálicas fueron un símbolo y un canto al sexo oral.
Rogelio Briceño es el eje de la segunda historia, que sigue paralela, cercana
pero lejana si no se dan los cruces. Casimiro Rangel es el jinete que cabalga
la tercera línea, el tercer desarrollo cuántico, ya que va en saltos el relato,
en paquetes discretos, como dirían los físicos. La cuarta línea es ocupada por
aquello que yo llamo el ego. La diferencia entre escritor y autor sigue viva.
En esta novela Gustavo Álvarez Gardeazábal no sigue las directrices de su
modelo, Fernando Vallejo Rendón. Vallejo Rendón odia los relatos en tercera
persona porque se ríe de la omnisciencia de sus constructores. Casi todo aquí
es tercera persona y la llamada autoficción es poca, relativamente.
En
este ego o alter ego (otro yo, en latín) el texto da cuenta de las reflexiones
de quien narra.
El
padre Viazzo acapara la esencia narrativa de la quinta línea que tarde o
temprano, como las otras, dejarán de abrirse sin fin para centrarse poco a
poco, cruzándose y buscando la hibridación de personajes y vidas.
El
presbítero Efraín marca otra línea en esta promiscuidad de referentes
anecdóticos. Usa este recurso epistolar que ya había utilizado en Comandante
Paraíso con las misivas que llegaban de Ashland (Tierra de ceniza) hablando de
Gardeazábal. Aquí la misiva es más personal y directa y en ella el sacerdote se
dirige a su muy querido escritor.
En
el numeral 43 (descansillo capitular de la narración picaresca española) se
hace un claro ejemplo de estilo directo, con diálogos, algo que ya había usado
como frente de alternancia con el estilo indirecto en El último gamonal.
Esto
enriquece la floritura del relato. En el numeral 54 las series dejan de ser
divergentes y se hacen convergentes. Nada menos que Martín y Rogelio cruzan
órbitas y entonces todos estos satélites dejan de girar cada uno en planos
distintos y comienzan a ser coplanarios. Rogelio y Casimiro cruzan orbitales en
el numeral 65 y así todo lo que era paralelo, es decir, guardado con distancias
de separación, se va uniendo en una fusión fertilizante.
En
este bazar de recursos no se escatima la contemplación de influencias
literarias como la del numeral 77 donde rinde tributo a uno de sus fervores,
Mario Vargas Llosa. Habla de la civilización del espectáculo donde se da cuenta
que el mundo cultural y en general todo el mundo se ha banalizado, haciendo
alusión al valioso ensayo del peruano sobre el tema.
Vallejista
al ser anticlerical, vallejista al ser antipapista y antisalesiano, la novela
de Gustavo, por encima de su masa anecdótica, es algo que atrapa al lector. Como
último recurso, que no había usado en ninguna de sus obras, se firma como
Gardeazábal, el último de los dinosaurios para recordarle al padre Efraín que
sus rezos de nada sirvieron, en una carta postrera.
Si
la perfección de una obra se mide por la armonía misteriosa o técnica entre
forma y contenido, este texto de Gustavo es valioso y como es usual, muestra y
demuestra el espíritu innovador y experimentador de Gustavo Álvarez
Gardeazábal. Nada es igual dentro de lo mismo.
Nunca
fue el idioma utilizado por Gardeazábal una fuente de casticismo, purismo o
estilismo. No obstante, en esta obra se desenfada de modo peculiar. Pareciera
que los preceptos del inolvidable Juan Valdés en su Diálogo de la lengua, de
escribir como se habla, hallaron eco absoluto en la novela de Gustavo. No es
autoficción, como en los relatos de su admirado Vallejo Rendón, no es lineal ni
es autobiográfica. Es un coctel talentoso de ingredientes formales y de
hallazgo al igual que cruce de historias que se intersectan para ofrecer una escritura
del yo que si bien invisibiliza matices, hace brillar otros para evitar que se
objete o se cuestione demasiado el volumen general del trabajo. Es un
divertimiento, es un intento, en últimas, de exaltar estéticamente la realidad
sin clasicismo pero con las tensiones breves y contundentes de la época.
0 comentarios :
Publicar un comentario